miércoles, 31 de marzo de 2010

El (fin del) mundo ya no es lo mismo...

Como buen aficionado a la ciencia ficción, cada vez que me entero de alguna nueva posibilidad de que el mundo salte por los aires me emociono. A ver, entiéndanme; no soy partidario de que nos quedemos sin la plaza de parking que nos ha tocado en el Universo. Pero tiene cierto intríngulis el saber que cabe la posibilidad de que nos toque la china a todos a la vez (aunque alguno se salvará, a los clásicos del género me remito).

Dicho esto, ya que nos vamos, hagámoslo por la puerta grande. Como decía el gran Javier Krahe en "La hoguera", hay maneras y maneras de ponerle el "chin-pón" final a la partitura. Lo del meteorito no crean que no tiene su aquel. Nos iba a tocar la china de manera literal y por lo  menos, los fuegos artificiales iban a ser tremendos si con un poco de suerte (válgame la expresión hablando de estas cosas) el meño cae a cierta distancia. Eso si, que sea el bueno; no vamos a andarnos con tonterias de varios meses hasta la extinción total a base de días nublados y llamadas a la puerta del super-refugio donde se habrá salvado lo más granado de la humanidad (según los cánones) a la espera de que vuelva a salir el sol. Las variantes tipo cambio del eje de rotación del planeta, desvío de órbita, colapso del sol... no me llaman tanto. No les veo la misma gracia, aunque lo del sol también tendría un bello títere visual, supongo.

Plagas, enfermedades desconocidas surgidas o no de tenebrosos laboratorios militares no, por favor. Sólo por estética, lo de las pústulas y el mal color de los zombies devoradores de carne humana sería un mal colofón.

Una buena guerra atómica vuelve a tener la ventaja de los fuegos artificiales garantizados, pero claro, ya lo tenemos muy visto en cine y televisión. Y lo de ver cómo se te van soltando del cuerpo los trozos si el pepinazo te cae a cierta distancia no debe de ser muy agradable. Además, que me acuerdo del fantástico cuento de "Cuando el viento sopla" y... bueno, que no, Ni hablar.

Ahora bien, una buena invasión extraterrestre para sojuzgar esta insensata raza de bípedos basados en la química del carbono que somos no me digan que iba a ser tremenda. Vale, también la hemos visto trescientas veces ya, pero oigan, ¡Que a gusto nos íbamos a quedar viendo por una vez a todas las naciones actuando al alimón, como un sólo hombre, para ver si, por lo menos, a los zorgianos del planeta Bort, les amargábamos la conquista! Eso sí, que digieran nuestros tejidos rápidamente cuando llegue el Banquete Final con nosotros como segundo plato.

Como pueden ver,  abogo por algún final a lo Cecil B. De Mille, con muchos efectos especiales y miles de figurantes. Por eso, qué quieren que les diga, esto de que el Colisionador de Partículas que se acaba de poner en marcha en Suiza (con gran jolgorio de los físicos del mundo) pueda apagarnos la luz definitivamente no me apetece nada. Total, ¡dos particulitas de nada que se encuentran en un vacío helador! No es esto, no es esto. Además, por lo que dicen algunos, la cosa iba a parecerse bastante a que el Universo se vacíe por un triste sumidero negro. Nada, nada. Descartado totalmente. Oigan, señores de la ciencia, si hacemos mutios por el foro gracias a un error de cálculo suyo, ¡Por lo menos den un poco de espectáculo! Dicen que antes de probar el prototipo de la bomba atómica en Alamogordo, los científicos del Proyecto Manhattan no tenian nada claro que la bola de fuego fuese a funcionar como una chispa que encendiese todo el hidrógeno de la atmósfera... Tiene muy poca gracia, pero anda que no hubiese sido tremendo. ¡Imagínense a Rita Barberá, verbigracia, proclamando que la mayor falla de la Historia se iba a producir bajo su mandato!

Les dejo, que voy a ver si acabo de conectar los condensadores de fluzo de la Máquina del Juicio Final, no vaya a ser que al final tenga yo que arreglar la cosa y encender la traca definitiva.

martes, 16 de marzo de 2010

Estimado Sr. Delibes

Espero que, por aquello de que la energía sólo se transforma, la tendencia a la entropía del Universo y la pervivencia de las unidades de información, estas letras lleguen hasta usted. Aunque sea tarde, no me queda más remedio que agradecerle públicamente una de las Matrículas de Honor que conseguí estudiando mi carrera. Seguramente, la más merecida. No por méritos propios; mas bien, por la calidad de su trabajo y la riqueza de matices que tiene. 
Allá por el año 1992, tan buen y tan malo para muchas cosas, su obra "Los santos inocentes" fue objeto de un duro debate entre quien esto escribe y la profesora de Literatura de Segundo de Periodismo, de la que lamento no recordar el nombre. La discusión se centró en el personaje del Señorito Iván. Para mí, el Señorito Iván tiene tintes claramente tremendistas, iguales que los de algunos personajes de Camilo José Cela. Creo que el Señorito Iván es un personaje lleno de excesos en todos los aspectos: excesos en su lenguaje, en su comportamiento, en su chulería y hasta en su forma de morir a manos de Azarías (otro personaje tremendista, a mi modo de ver). Si me lo permite, el Señorito Iván es un cabrón de una pieza, sólido como una roca en su maldad y, como casi todo en la película de Mario Camus, excelentemente interpretado por Juan Diego, quien le puso cara en mi imaginación desde que ví el filme. 
No le hace falta ser desabrido o marginado como el pobre Pascual Duarte, que a fin de cuentas puede encontrar disculpas a su comportamiento en la vida tremenda que soporta desde su niñez. Pero precísamente en esto, el Señorito Iván pierde toda posibilidad de redención y se convierte en más tremendista aún. Sin motivo, teniéndolo todo, se convierte en ese cabrón que quiere aun más; la mujer del administrador, la salud de Paco el Bajo, la caza y hasta la vida de la miserable milana por no haber acertado cuatro tristes disparos. 
El caso es que, durante una semana, mientras comentábamos en clase "Los santos inocentes", yo anduve erre que erre con el tremendismo del Señorito Iván, buscándole las vueltas a mi profesora. Hasta que me desafió en público anunciando que en el segundo parcial, una de las preguntas sería un comentario sobre uno de los personajes de su novela. Y claro, yo entré por derecho y titulé el comentario con un "El Señorito Iván. Un personaje tremendista" que daba gloria verlo. Expuse todo lo que le he contado antes y, efectivamente, me gané gracias a usted esa Matrícula de la que espero ahora se sienta orgulloso. Si tiene oportunidad de comentarlo con el Sr. Cela, me gustaría mucho que me hagan llegar su opinión, aunque le ruego que sea paciente para que llegue el momento de darme o quitarme la razón en este asunto en persona. No se burlen demasiado del Sr. Nobel y de los caprichos de sus herederos, por favor. No les va a hacer falta. 
Respecto a "El Hereje", estoy seguro de que a estas horas ya le ha contado a quien usted ya sabe el final de su novela, algo que también le agradezco mucho. 

Reciba usted, distinguido señor, el testimonio de mi afecto y admiración.  

lunes, 8 de marzo de 2010

La mentira y las patas cortas

Érase una vez un corredor de fondo que en unos campeonatos regionales logró una medalla de plata, con tiempo discreto, pero prometedor. Decidió que quería correr, que le gustaba la sensación de libertad y el poner su cuerpo al límite. Lo más importante: era ambicioso. Pero como casi todas las cosas en este mundo, descubrió que para correr y mantener el nivel tenía que entrenarse. Y eso ya no estaba tan bien. Se sufría mucho esforzándose todos los días para mantener el nivel. Además, cada día llegaban a la pista más y más corredores, había que pelear muy duro para estar entre los primeros y poder destacar. Como esto es un cuento, les presento a un nuevo personaje: Doña Mentira llegó un día al graderío y vió como el corredor ambicioso tenía todas las papeletas para converstirse en asociado suyo. Mentira bajó y le dijo al oído: "Yo puedo ayudarte. Sólo tienes que decirme qué tiempo quieres que anote como tuyo de los que hagan tus competidores, y tuyo será el tiempo". El corredor ambicioso, que además era tonto, decidió que era un buen trato, aun sin saber qué le pedía Doña Mentira a cambio: que cuando llegase el momento, corriese de su mano.
La progresión del corredor ambicioso y tonto empezó a ser imparable. No importaba que no se esforzase, que no entrenase y que no se cuidase: siempre mejoraba sus tiempos, robándoselos a los demás. Gracias a eso, se clasificó para unos Campeonatos del Mundo, que ganó. Logró así un buen patrocinio, y siguió robando tiempo y esfuerzos. Se mantuvo en la alta competición hasta que de repente, su patrocinador decidió no pagarle más dinero. Doña Mentira le había visitado y le había puesto sobre la pista de otro corredor. Le quitó el patrocinio y los miembros del equipo con los que entrenaba. Y de repente, se vió sin posibilidades de seguir mejorando sus tiempos. Ahora dependía de sí mismo para lograr otro patrocinador. "No importa" pensó el corredor ambicioso y tonto. "Con mi fama, no tardaré en encontrar otro patrocinador mejor". Y así fue.
Pero Doña Mentira se atuvo al trato: "Ahora habrás de correr de mi mano". El nuevo patrocinador, que lo había contratado pensando en una centella sobre la pista, se encontró con un corredor ambicioso, tonto y mediocre que corría muy despacio, porque Doña Mentira tienía las patas muy cortas. El patrocinador pensó que el corredor había tenido un mal día y esperó a tiempos mejores. Pero a la tercera carrera, decidió que su dinero valía más que el corredor ambicioso tonto y mediocre y le retiró el patrocinio. Hubo hasta un tercer patrocinador, que no esperó mas que a la segunda carrera.
El corredor ambicioso, tonto y mediocre no tuvo más remedio que seguir buscando patrocinadores enseñando sus buenos cronos y medallas robadas a otros con ayuda de Doña Mentira. Pero no llegó a darse cuenta de que, a partir de ese momento, los patrocinadores le iban a pedir lo que a todos los demás corredores: que demostrasen su capacidad de esfuerzo y de hacer buenos tiempos. Cuando llegue el momento (ojalá sea pronto, por su propio bien),  el corredor ambicioso, tonto y mediocre deberá entender que tiene que dejar de ir de la mano de Doña Mentira. Porque tiene las patas muy cortas, y no te deja nunca correr a toda velocidad.
Y es que es indignante que a los buenos corredores les roben las medallas.